«Has de saber -que Dios te confirme por un espíritu que proceda de Él- que, para las gentes de las realidades ocultas, aplicar a Dios la trascendencia es la esencia misma de la limitación y del condicionamiento. El concepto de trascendencia divina,  cuando es profesado sin reservas, es producto de una ignorancia o de una inconveniencia. El creyente que pretende seguir las leyes reveladas, pero se atiene a la transcendencia divina y no ve nada más, da pruebas de inconveniencia y acusa de mentirosos a Dios y a Sus Enviados sin ser consciente de ello. Se imagina haber ganado, cuando en realidad ha perdido, y es semejante al que cree en una parte y no cree en la otra (…) Hay una manifestación de Dios en toda creación: Él es el Exterior en todo lo que es comprendido, y es el Interior que escapa a toda comprensión, salvo a la comprensión del que afirma que el mundo es Su Forma y Su Esencia.»

Ibn ‘Arabî, Los engarces de las sabidurías

De las alegorías.

Muchos se quejan de que las palabras de los sabios sean siempre alegorías, pero inaplicabes en la vida diaria, y esto es lo único que poseemos. Cuando el sabio dice: «Anda hacia allá», no quiere decir que uno deba pasar al otro lado, lo cual siempre sería posible si la meta del camino así lo justificase, sino que se refiere a un allá legendario, algo que nos es desconocido, que tampoco puede ser precisado por él con mayor exactitud y que, por tanto, de nada puede servirnos aquí. En realidad, todas esas alegorías sólo quieren significar que lo inasequible es inasequible, lo cual ya sabíamos. Pero aquello en que cotidianamente gastamos nuestras energías, son otras cosas.
A este propósito dijo alguien: «¿Por qué os defendéis? Si obedecierais a las alegorías, vosotros mismos os habríais convertido en tales, con lo que os hubierais liberado de la fatiga diaria.»
Otro dijo: «Apuesto a que eso también es una alegoría.»
Dijo el primero: «Has ganado.»
Dijo el segundo: «Pero por desgracia, sólo en lo de la alegoría.»
El primero dijo: «En verdad, no; en lo de la alegoría has perdido.»

Franz Kafka