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La gota cae,

desprendida de una nube gris,

arropada y rasgada por el aire.

Cae,

hasta golpear las aguas calmas

que en su inmaculada superficie,

replican el mensaje de los astros.

Océano infinito,

golpeado en un instante de reverberación eterna.

Y la gota -que no es gota- no se pierde,

es un punto irreductible en el océano,

un punto que concentra y que contiene

la inaprensible inmensidad del universo.

«Tú, Sofista, corres a sabiendas hacia el Diablo, por tu propio provecho, por tu transitoria voluptuosidad y honor y no ves la puerta abierta que te muestra el Espíritu.»

Jacob Böehme

Uno de los rasgos más evidentes del oscurecimiento y progresiva solidificación que viene operando desde hace varios siglos en Occidente y que alcanza su más clara y diabólica configuración a partir del establecimiento de los cánones de la filosofía moderna, es el olvido del valor ontológico de los símbolos, es decir de su carácter universal y sagrado. Lo que el horizonte racionalista no puede alcanzar es el punto de vista eminentemente axial ligado a un modo de comprensión que rebasa las posibilidades de orden individual del ser que sólo es humano en uno de sus estados pero que, al mismo tiempo, por más que el velo de la ignorancia nos impida verlo, es también otra cosa, infinitamente superior: un Ángel en potencia. Los símbolos tienen, por lo tanto, un origen «no-humano», porque al tomar su fundamento en la naturaleza de los seres y las cosas, en virtud de la «ley de correspondencia», deben ser percibidos como la expresión de una realidad de orden jerárquicamente superior a aquello que representan, como un despliegue indefinido del lenguaje divino. El mundo sublunar, entonces, tal como se manifiesta a los sentidos externos, es esencialmente simbólico y tiene su fundamento y razón de ser en el intermundo, en el mundo imaginal, al cual es posible ascender a través de una hermenéutica esotérica que habrá de reconducir todo a la pureza de su origen. Perder de vista esta dimensión de los símbolos es reducirlos a no ser más que un conjunto de signos y figuras alegóricas establecidas de común acuerdo por un determinado grupo social: una invención meramente humana y contingente.

Consideramos de suma importancia trabajar a partir del análisis de la problemática que aquí muy modestamente fue esbozada porque, recuperar la dimensión ontológica del símbolo, es uno de los aspectos clave de lo que se ha convenido en llamar «combate por el Alma del Mundo».

El filósofo español Eugenio Trías, en su más que interesante trabajo «Pensar la religión», si bien debemos hacernos varias reservas sobre algunas de las tesis planteadas en su obra, desarrolla una importante y necesaria reflexión sobre el tema que nos ocupa:

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* Entre las categorías propuestas por este autor, debemos entender por «cerco del aparecer», al ámbito de nuestra existencia, en el que el ser aparece, en oposición al «cerco hermético», constituido por lo sagrado, o lo que subyace más allá del ser del límite.

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«El símbolo es el lugar en el cual se «lanzan conjuntamente» (sym-balein) el cerco del aparecer y el cerco hermético. Y la clarificación o revelación de esa juntura corre a cargo de relatos, mitos. Según Schelling, Creuzer y Bachoffen, éstos, los mitos eran exégesis exotéricas de eso núcleos de conjunción unitaria que constituían los símbolos. El órgano capaz de percibir esa unidad era, para Schelling, la intuición intelectual, una intuición radicalmente unificada al intelecto.

Los mitos, los relatos religiosos, relativos a la vida de los dioses o a la etiología del cósmos, eran, pues, exégesis o interpretaciones de eso núcleos intuitivo-intelectuales que se objetivaban en símbolos. Eran la revelación, o manifestación, a través de las cuales el lógos simbólico del ser se hacía patente o manifiesto. Tales núcleos, latentes o virtuales en la primera revelación (la naturaleza) se hacían patentes a través del relato mítico (teogónico, cosmogónico).

Pero esta soberbia concepción romántica del símbolo, capaz de pensar éste en su verdadera dimensión, la dimensión ontológica, no deja de constituir una verdadera excepción dentro de la tradición occidental de reflexión sobre la naturaleza y condición del orden simbólico. De hecho casi toda la filosofía moderna, con excepción de la filosofía de la religión, ha tendido a reducir el símbolo a otras figuras (retóricas, semiológicas, lingüísticas, gramatológicas) más próximas o más acordes a los postulados básicos del principio de razón (o de epistéme) que es hegemónico y específico del pensamiento occidental.

O bien ha aparcado el orden simbólico a un estadio primitivo previo al arte clásico o romántico, así Hegel; o bien ha intentado reducir todo el carácter propio y específico del símbolo, domesticándolo a través de las teorías retóricas, semiológicas y lingüísticas, hasta reducirlo a signo, a metáfora, o a trazo (o gramma). Desde la semiología y la retórica, o desde el estructuralismo hasta el «desconstructivismo», todo el pensamiento occidental ha propendido a esa reducción del símbolo, de manera que éste se adecuase al Principio de Razón que es propio y específico de Occidente.

Con ello el símbolo, en su pertinaz remisión a algo ajeno en relación al cerco del aparecer, o en su remisión a una fuente emisora ubicada más allá de su experiencia del mundo, ha quedado desvirtuado y detruido. Su dimensión sagrada y carismática o su re-envío a un agente, o a una fuente, imposible de ser conducida y reducida al ámbito del cerco del aparecer (o su apertura a un espacio sagrado y religioso) ha tendido a ser eliminada. Pero con ello el símbolo, como tal, metamoforoseado en signo, en metáfora, en trazo, en gramma, sin esa dimensión sagrada, ha perdido toda su fuerza y su virtud ontológica y epistemológica.

Y sin embargo el símbolo insiste y resiste en el arte moderno, como lo testimonia Le Corbusier. El símbolo insiste como esa figura (lógico-lingüística) que no puede ser reducida a la «infinita circulación» del juego semiológico del signo, del representante y su interpretante, o de su reconducción a una enciclopedia intramundana.

No es, pues, reductible a signo ni a metáfora, por mucho que ya la vieja retórica, desde los sofistas a Aristóteles, intentaron desentrañar el orden simbólico desde las operaciones de una lógica referida al orden del acontecer, o al orden argumental relativo a la acción (o al curso del relato de la misma). Pero el símbolo es siempre aquel remanente imposible de articular en el modo argumental en que plácidamente se instala la metáfora, el signo, o el trazo gramatológico. El símbolo abre el tiempo, lo histórico, a la dimensión del Aion, o de lo eterno.»

Eugenio Trías, Pensar la religión. Ed. Altamira, Buenos Aires, 2001.

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* Para un análisis más profundo de este tema, recomendamos la lectura del muy interesante ensayo de Máximo Lameiro titulado Kant contra Swedenborg: sueños de un racionalista.

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«La rosa, que ve aquí tu ojo exterior,

ha florecido así desde la eternidad en Dios.»

Angelus Silesius

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Los emblemas de las colecciones renacentistas que, como explica Federico González, tienen un antecedente en los Hieroglyphica de Horapolo [1], están compuestos esencialmente de una imagen o cuerpo que suele invocar un motto latino o alma del emblema; ambos, en ocasiones, van acompañados de un texto que permite descifrarlos. Pero, por tratarse de construcciones simbólicas, sus niveles de interpretación no pueden estar limitados a la letra de tal explicación; constituyen, por lo tanto, un poderoso soporte para la meditación en aquellas verdades veladas y al mismo tiempo desveladas por sus enigmáticas representaciones. Giordano Bruno, quien desarrolla en parte de su obra una exégesis esotérica de los Emblemata de Alciato, afirma también que éstos se derivan claramente de los antiguos jeroglíficos egipcios: un lenguaje universal por el que los sabios «captaban los discursos de los dioses para la ejecución de maravillas» [2].

El que presentamos y traducimos a continuación, por su inestimable elocuencia, no requiere de mayores explicaciones.

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ANULI, ΣΦΡΑΓΊΔΙΟΝ.
ΑΙΏΝΙΟΝ, ΚΑῚ ΠΡΌΣΚΑΙΡΟΝ

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«Porque mi ascendencia es oscura, y ningún noble linaje puede rastrearse desde mis antepasados, y porque mi padre era el Anillo, mi madre la Rosa, uso una imagen derivada de mis padres. El ANILLO, una serpiente que retorna a sí misma, es el Jeroglífico de la Eternidad; mientras que la ROSA que muere el mismo día en que nace, es un claro signo de la naturaleza efímera del cuerpo. Que este sea mi emblema: pues, evidentemente, estoy hecho de cuerpo mortal y alma eterna.»

Barthélemy Aneau*, Picta poesis (1552)

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*El autor utiliza un juego de palabras bilingüe: Aneau=Anulus (Anillo)

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[1] Federico González, Las utopías renacentistas: Esoterismo y Símbolo. Ed. Kier, 1º ed., Buenos Aires, 2004.

[2] Giordano Bruno, Mundo Magia Memoria. Ed. Biblioteca Nueva, S.L., Madrid, 1997. Edición de Ignacio Gómez de Liaño.

Busca la llave de oro; con ella abrirás la verja del jardín del misterio, la que se encuentra oculta tras la espinosa rosaleda; tendrás que adentrarte en la oscuridad, mas no temas; allí encontrarás un quiosco sobre un montículo rodeado de estatuas de ángeles, musas y dioses, y en su centro verás que un pedestal sostiene una lámpara. Entonces sabrás que la luz de su fuego es la que buscas, pues hará que sobre el espejo se refleje lo invisible y que los símbolos, acallados por el sopor del olvido, te susurren al oído su verdad.

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