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Debes romper la cáscara que oculta el núcleo, para que tus ojos puedan contemplar la inmensidad del mundo en el interior de la semilla más pequeña.

Debes romper el huevo para que todas las posibilidades se actualicen en el eterno presente.

Debes rasgar el velo del templo con la más sutil punta de la aguja.

Pero no debes romper la cáscara, ni el huevo, ni rasgar el velo, antes de tiempo.

Debes dejar madurar el embrión.

El embrión que se abre al universo desde el interior.

El embrión que has sido desde siempre.

 

«Ama, por consiguiente, a sí mismo y es amado por sí mismo en nosotros y en Él mismo; y, con todo, ni ama a sí mismo, ni es amado por sí mismo en nosotros y en Él mismo. Ve a sí mismo y es visto por sí mismo en nosotros y en Él mismo, y, con todo, ni ve a sí mismo, ni es visto por sí mismo en nosotros y en Él mismo, sino que ‘más que ve y es visto’ en sí mismo y en nosotros. Mueve a sí mismo y es movido por sí mismo en sí mismo y en nosotros; y, en realidad, no mueve a sí mismo ni es movido por sí mismo en sí mismo ni en nosotros, sino que ‘más que mueve y es movido’ en sí mismo y en nosotros.»

Juan Escoto Eriúgena

San Bernardo de Claraval escribió entre los años 1149 y 1157 el que sería el último de sus tratados, y uno de los más extensos, el llamado «De consideratione», dirigido al Papa Eugenio III, discípulo suyo y antiguo monje cisterciense, en el que brinda una serie de consejos no sólo de la función que éste debía cumplir como pontífice, sino también, y sobre todo, indicaciones generales acerca del ejercicio de la actividad intelectual.

Sobre este último punto establece en primer lugar una importante distinción entre dos modos o grados del conocer:

«Según lo cual, la ‘contemplación’ puede definirse: UNA INTUICIÓN VERDADERA Y CIERTA DEL ALMA SOBRE CUALESQUIERA COSAS, O APRENSIÓN NO DUDOSA DE LO VERDADERO. La ‘consideración’, empero es UN ESFUERZO DEL ENTENDIMIENTO O UNA APLICACIÓN PARA INVESTIGAR LO VERDADERO. Todo lo cual no impide se tomen el nombre una a otra y se confundan las dos con harta frecuencia.» [1]

Así, pues, la contemplación es una certeza inmediata de las cosas, de lo verdadero, lo que bien podría ser designado en otros términos como «intuición intelectual», mientras que la «consideración» se refiere más exactamente a un tipo de conocimiento discursivo o reflexivo, per speculum, y por lo tanto indirecto. No obstante, es necesario advertir que este último no debe ser entendido como un mero razonamiento abstracto y exterior de las cosas consideradas, permaneciendo en todo momento la distinción irreductible entre el conocedor y aquello que se conoce, sino más bien como la proyección del pensamiento que busca replegarse hacia su dimensión interior, sin otro objeto de conocimiento que su propio acto intelectivo.

«La consideración ha de empezar siempre por vos, no sea que os distraigáis en asuntos varios, descuidándoos de vos mismo. ¿De qué os aprovecharía ganar todo el mundo si os perdieseis vos solo? Por muy sabio que seáis, siempre os faltará sabiduría si no sois sabio para vos mismo. Pero ¿cuánto? Yo pienso que todo. Aun cuando conocieseis todos los misterios a la par, todo lo contenido en la latitud de la tierra, en lo alto del cielo y en las profundidades del mar, si os ignoraseis a vos, seriais como el que edifica sin fundamentos, y amontonaríais ruinas en vez de levantar edificios. Todo cuanto construyáis fuera de vos será como montón de polvo expuesto a los vientos. Por tanto, no será nunca sabio quien no lo es de sí y para sí. Lo será, en cambio, quien lo fuere para sí mismo y bebiere la primera agua de su fuente y de su pozo. Comience, pues, por vos y acabe siempre en vos vuestra consideración. A cualquier parte que divaguéis, volved, para vuestro provecho, al punto de partida, que habéis de ser vos. Sed vos para vos el primero, sed también el último. Tomad ejemplo del Padre celestial, el Padre sumo de todos, que envía su Verbo, aunque reteniéndolo consigo. Vuestro verbo es vuestra consideración, que si anda, no por eso se marcha; de tal modo ha de salirse a otras cosas, que no os quedéis vos sin ella. En la salvación de vuestra alma, nadie ha de ser más hermano para vos que el propio hijo único de vuestra madre. No penséis jamás cosa alguna que sea contra vuestra salvación. ¿Dije contra? Mejor debiera haber dicho fuera de vuestra salvación. Cualquier cosa que se ofreciere a vuestra consideración, si de una u otra forma no atañe a vuestro provecho espiritual, habéis de rechazarla.» [2]

Pero la «consideración» no debe ser confundida con una suerte de interpretación subjetiva de las cosas, como si todo conocimiento debiera consistir exclusivamente en una elaboración mundana fundada en las facultades discursivas del individuo, entendido éste como un sistema cerrado y definido por sus limitaciones inherentes, pues eso sería ni más ni menos que una negación tajante de toda trascendencia en dicha operación y no habría ya una auténtica interiorización y realización de lo que es conocido. El movimiento intelectual del alma humana, que es de lo que aquí estamos hablando, como bien lo señala Nicolás de Cusa, «intelectualmente se mueve a sí mismo, es autosostenido y substancial» [3]; pues el movimiento que no tiene la causa en sí mismo sino que es producido por la acción de un agente externo, es un accidente, mientras que aquel que puede moverse a sí mismo, encontrando en sí la propia causa, puede ser considerado una sustancia. Luego, «el movimiento no le ocurre a aquello cuya naturaleza es el movimiento, como sucede con la naturaleza del intelecto que no puede ser intelecto sin el movimiento intelectual mediante el cual es en acto» [4]. El movimiento del intelecto es entonces concomitante con la vida del alma, esa vida que es «luz de los hombres»; manifiesta y actualiza su naturaleza oculta, siendo originado en su esencia, en su razón eterna. Para comprender mejor de lo que se trata, es necesario tener en cuenta lo que el propio San Bernardo nos enseña respecto de la naturaleza humana. En uno de sus sermones observa, refiriéndose a su propia alma: «Si la miro en la realidad, como ella es en sí y de sí, nada puedo pensar con más verdad sino que está reducida a la nada» [5]. Esto es perfectamente lógico, porque si oponemos la finitud del ser contingente frente a la infinitud del Absoluto, que carece de todo límite, quedará obviamente reducido a una pura nada; pero inmediatamente a continuación, y luego de enumerar algunas de sus miserias, agrega: «SÉ, SÉ QUE DONDE ESTÁ TU TESORO, ALLÍ ESTÁ TU CORAZÓN. ¿CÓMO, PUES SOMOS NADA, SI SOMOS TU TESORO? Todas las gentes son como si no fueran delante de ti, y como la nada y el vacío serán reputadas. Verdaderamente así es delante de ti, mas no dentro de ti. Así es en el juicio de tu verdad, mas no así en el efecto de tu piedad.» [6]

Dicho de otro modo, el hombre, que es una nada en sí mismo, considerado tal como es in divinis, lejos de anularse, no puede ser otro que Dios, pues toda alteridad queda suprimida en el seno del Absoluto, donde, sin embargo, nada se pierde ni deja de ser. Dios es «no otro» que el mundo, diría el cusano, pues en el fondo la esencia de todos los seres no se distingue de la propia Esencia divina. Pero cabe aclarar que para San Bernardo, al igual que para otros pensadores cristianos, Dios no se limita al Ser puro, sino que designa Aquello que está por encima, «eso sin lo cual nada es», y que cualifica o determina el Ser de Sí mismo y de todas las cosas [7]. Aquí puede oírse un eco de lo que Dionisio Areopagita llamaba la Deidad, «que está sobre el ser» y «es el ser de todos»[8], con lo cual, lograba salvaguardar en todo momento la inmanencia y la trascendencia divina, y superar incluso su aparente oposición.

Por lo tanto, cuando el Doctor Melifluo afirma que será sabio «quien lo fuere para sí mismo y bebiere la primera agua de su fuente y de su pozo», no está usando una metáfora gratuita, sino que está diciendo explícitamente que lo será quien beba de la Fuente Eterna, Causa primera y origen de todas las cosas -por consiguiente, también de su intelección-, que no la encuentra fuera, sino dentro de sí mismo, en el oscuro fondo de su alma.

Es el Vidente divino (theorô) quien puede ver y aprehender el mundo, su Teofanía, a través de la «consideración» de aquél que corre en su búsqueda por medio de la vista, para retornar finalmente a Sí mismo, pues Él es el Principio, el Medio y el Fin, permaneciendo siempre, sin embargo, inmutable e invisible en su absoluta y suprema incognoscibilidad. «La Palabra se hizo carne y habitó en nosotros» [9]; por Ella «todo ha sido hecho»,  nos dice el Evangelio, y está contenida secretamente en el corazón del hombre, contenido a su vez en el corazón de Dios:

«Con esto, detengámonos un tanto en esta como atalaya, observando atentamente la casa de Dios, buscando también el templo y ciudad, como también a la esposa. No lo tengo olvidado ni puedo repetirlo sin cierto miedo reverencial; nosotros somos todo esto; nosotros, repito, lo somos, pero en el corazón de Dios; nosotros lo somos, pero por dignación suya, no por dignidad nuestra.» [10]

Ese, y no otro, es el sentido último del conocimiento de sí mismo, la naturaleza humana desvelada en su doble aspecto, entidad insignificante en sí misma y, al mismo tiempo, receptáculo bienaventurado de la Gloria divina, radicalmente exaltada como una imagen perfecta de la Jerusalén celestial.

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[1] San Bernardo de Claraval, «Obras selectas», B.A.C., Madrid, 1947.

[2] Ibídem.

[3] Nicolás de Cusa, «El juego de las esferas»,  ed. Mathema, México, 1994.

[4] Ibídem.

[5] San Bernardo de Claraval, op. cit.

[6] Ibídem.

[7] Dionisio Areopagita, “La jerarquía celestial.  La jerarquía eclesiástica.  La teología mística. Epístolas”, ed. Losada, 1º ed., Buenos Aires, 2008.

[8]Para más detalles de esta cuestión, ver: Un monje de occidente, «Doctrina de la no-dualidad y cristianismo».

[9] Siguiendo a Coomaraswamy, optamos por la traducción, creemos que perfectamente legítima, de εν ημίν como «en nosotros», en lugar de «entre nosotros», con lo cual, la Encarnación ya no es considerada como sólo un acontecimiento histórico, aunque el mismo no sea negado en absoluto.

[10] San Bernardo de Claraval, op. cit. Es intersante señalar que igualmente en el hinduísmo se dice que Brahma reside en el centro vital del ser humano, que se corresponde analógicamente con el más pequeño ventrículo del corazón. Este centro es llamado Brahma-pura, y pura significa literalmente «ciudad». Cf. René Guénon, «El hombre y su devenir según el Vedanta», cap. III.

«Una imagen no se tiene a sí misma como propósito, no se propone a sí misma: siempre te conducirá y te enviará hacia eso de lo que es imagen.»

Maestro Eckhart

«En la medida en que nuestro entorno, a la vez natural y artificial, es todavía significante para nosotros, nosotros somos todavía ‘mentalidades primitivas’; pero en la medida en que la vida ha perdido su significado para nosotros, se pretende que nosotros ‘hemos progresado’.

A. K. Coomaraswamy

Derribadas las murallas y enterrados bajo nuevos trazados los ejes que ordenaron el caos en el día de su fundación, la ciudad es ahora desierto y bosque oscuro, y el alma un explorador que se aventura cada día en el reino del desorden y la dispersión. Se le hace difícil encontrar en el exterior el reflejo de su geografía interna y sin embargo aún puede intuirla a veces, como en el perfil de un puente tendido sobre el río o en la curva inusual de un callejón trazado en épocas ajenas al racionalismo. Cuando se camina así es fácil evocar el momento en que los portales no poseían número y aún podían identificarse por su propia idiosincrasia y la de aquellos que moraban tras ellos. Se tiene la impresión de caminar en el exterior y el interior al mismo tiempo o, mejor dicho, en el tiempo fuera, y dentro, allí donde el tiempo sólo roza por abajo, como las olas rompen en un acantilado. El final de la calle no conduce meramente a otra y otra más, sino que allí nos aguarda un mensaje. Y empieza a intuirse que los propios pensamientos sepultan, como el asfalto nuevo, el trazado del camino que conduce al templo.

 

Muralla y Portal Nou (derribados en 1865) frente al puente de San José, Valencia

Busca la llave de oro; con ella abrirás la verja del jardín del misterio, la que se encuentra oculta tras la espinosa rosaleda; tendrás que adentrarte en la oscuridad, mas no temas; allí encontrarás un quiosco sobre un montículo rodeado de estatuas de ángeles, musas y dioses, y en su centro verás que un pedestal sostiene una lámpara. Entonces sabrás que la luz de su fuego es la que buscas, pues hará que sobre el espejo se refleje lo invisible y que los símbolos, acallados por el sopor del olvido, te susurren al oído su verdad.

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