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Busqué, entre el carbón y los guijarros,
diamantes y esmeraldas,
zafiros y rubíes,
hasta que la noche con su manto me cubrió.
La ubicua melodía de mis sueños
volvió a resonar
y la silueta indefinida de ese cuerpo nebuloso
tendió nuevamente sus brazos.
Quise ver su rostro,
pero el resplandor acabó por cegarme.
Quise abrazarla,
pero se escabulló, airosa,
como el humo que escapó por la ventana.
¿qué tan lejos se ha ido?
En verdad, nunca se fue.
Sigue aquí, esperando, lo sé.
«¡Cuán grande es la plenitud de tu dulzura, que has reservado para los que te temen! Es el tesoro inexplicable de la alegría más dichosa. Gustar tu misma dulzura es aprehender en su propio principio, con un contacto experimental, la suavidad de todas las cosas delectables; es alcanzar en tu sabiduría la razón de todas las cosas deseables. En efecto, ver la razón absoluta, que es la razón de todas las cosas, no es otra cosa que gustarte mentalmente a tí, Dios, que eres la misma suavidad del ser, de la vida y del intelecto. ¿Qué otra cosa es, Señor, tu ver, cuando me miras con ojos de piedad, sino que tú eres visto por mí? Viéndome, tú que eres Dios escondido, me concedes que tú seas visto por mí. Nadie puede verte sino en cuanto tú le concedes que seas visto. Y verte no es otra cosa que que tú ves al que te ve.»
(Nicolás de Cusa, La Visión de Dios, Ed. EUNSA, 5ta edición. Traducción e introducción de Ángel Luis González)
La Primavera es la estación del Paraíso,
dijo el Sufí,
y tú señalabas, Vigilante, su entrada.
Maleza y metal
en verdes y dorados,
verdes y dorados
y esencia de azahar.
La verja se abre,
¿puedes creerlo?
Esa puerta estaba allí para ti.
Ahora ya no puedes verla
… ¿o sí?
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