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“¿Qué será del hombre si conquista todo el mundo y pierde su alma?”

Paracelso.

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Cuando indagamos sobre la Imaginatio vera, cuando meditamos sobre el mundo que esta facultad del alma nos desvela, aquellos que pertenecemos a una cultura que ha perdido el contacto con lo suprasensible (cuando no lo ha relegado directamente a la inexistencia), nos hacemos conscientes de la “catástrofe para el espíritu” que en palabras de Henry Corbin supone el olvido del mundo intermedio y con él de nuestra propia alma. Los siguientes fragmentos de la obra de este autor tratan con la lucidez que le caracteriza de la pérdida en el occidente moderno de toda realidad trascendente y nos hablan de la dimensión esencial que sin embargo es accesible para el visionario.

Aunque para profundizar en este tema es recomendable cualquiera de sus obras, estos textos en concreto han sido extraídos de su libro Templo y contemplación. Ensayos sobre el Islam iranio. (1)

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“Hace ya varias generaciones, en efecto, que el hombre occidental ha desplegado un ingenio incansable para encerrarse en su experiencia de este mundo, para clausurar cuidadosamente toda salida que le permita salir de él a riesgo de lamentarse sobre su soledad o el absurdo de su condición, negándose a percibir que son sus filosofías las que le reducen a ello. Prefiere quedarse en la planta baja y negar sistemáticamente que hay o podría haber pisos superiores.

El hecho religioso postula por sí mismo la existencia de esos pisos superiores; los implica en sí mismo. Estamos igualmente familiarizados con la declaración corriente y perentoria de que para el estudio científico del hecho religioso es inaceptable toda apelación a una revelación, todo recurso a la intervención de una potencia trascendente cualquiera. Evidentemente, es imposible encontrar en un hecho algo que se ha empezado por excluir. Se ha desplegado mucho ingenio para convertir lo que es interpretación de los hechos en un hecho comprobado; de la evolución como interpretación de un conjunto de hechos, por ejemplo, se ha pasado al “hecho de la evolución” (sin tener en cuenta que el hecho real era el evolucionismo). Recíprocamente se ha desplegado no menos ingenio para convertir un hecho en una interpretación para reducir el fenómeno primero (el Urphänomen) a ciertos hechos elementales que pasan por ser una explicación de él. El hecho religioso, el hecho espiritual, por ejemplo, será “explicado” sociológicamente por las condiciones de la producción y del consumo, o psicológicamente por las desdichas de la primera y media infancia vividas a escala de catástrofe. Lo que sorprende en nuestros días es que tan gran número de mentes acepten estas explicaciones sin darse cuenta de que son ridículamente inadecuadas a su objeto. De entrada, en efecto, nos enfrentamos desde esa perspectiva únicamente con formas desequilibradas, atrozmente mutiladas, porque la integridad de una forma no puede ser percibida sin una dimensión suprasensible que precisamente niega una ciencia fundamentalmente agnóstica, algo tan verdadero como que la dimensión visible de un ser (su biografía terrenal) no realiza nunca más que una parte –incluso ínfima- de sus virtualidades.

La posición del hermeneuta espiritual –de aquel que da a versículos de las escrituras o a vestigios y formas del mundo sensible una interpretación más profunda que la letra o la apariencia- preguntamos, ¿no es semejante a la del artista que tiene que hacer aparecer sobre una superficie plana una tercera dimensión? La tarea del hermeneuta espiritual implica también una profundización de perspectiva: ¿cómo sugerir, con ayuda de la letra del texto o con ayuda de las cosas sensibles su dimensión suprasensible –la dimensión polar- y de este modo la integridad de su forma? Sin duda, para muchos de nuestro contemporáneos, entregados sin defensa a su reflejo agnóstico, toda evocación de un mundo suprasensible, de formas espirituales más sustanciales que las formas materiales, no es más que eso: una apariencia engañosa.

Pero si no es “nada más que eso”, ilusión de una realidad en la que no hay que detenerse, ¿no habrá que buscar en principio la causa o el síntoma en el hecho de que, si se exceptúa la escuela de Jacob Boehme y los platónicos de Cambridge de los que Swedenborg era tan próximo, la filosofía occidental ha perdido de vista ese mundo intermedio que siguiendo a nuestros platónicos de Persia designamos como mundus imaginalis (‘âlam al-mithâl)?; mundo donde el espacio deviene precisamente la dimensión cualitativa de un estado interior, y cuyas formas sustanciales, formas de luz, no son una ilusión engañosa que habría que superar para llevar más lejos todavía la abstracción, como si se debiera abocar a una “desmaterialización liberadora” que tuviera como fin la abolición de formas y figuras. Precisamente es preciso estar privado de este mundus imaginalis para creer que “desmaterializar” las formas consiste en abolirlas. ¡Lejos de ello! El mundo de los “cuerpos sutiles” encierra el sentido verdadero de la inmaterialización, restituyendo formas y figuras a su pureza arquetípica. Pues, ¿en qué se convertiría un mundo sin faz, sin rostro, es decir, sin mirada?

Y este sentimiento del objeto que, meditado en su grado superior, meditado en “un plano superior de visión”, libera su propio espacio y transfigura su forma, lo encontramos por todas partes donde, de una manera o de otra, ha quedado abierto el acceso al mundus imaginalis. […] En efecto, para que sea posible una meditación que, de nivel en nivel de ser, transfigure su objeto, es preciso disponer de un esquema del mundo donde los universos se escalonen en grados de luz y pureza crecientes. Así es precisamente la representación cosmológica que se encuentra en toda la tradición teosófica del Islam. […] Hay tres categorías de universo: está el mundo del fenómeno (‘âlam al-shahâdat), el dominio de las cosas que caen bajo la percepción de los sentidos (‘âlam al-molk). Está el mundo suprasensible (ghayb), mundo del Alma o de los Ángeles-almas, corrientemente designado con el nombre de malakût, “lugar” del mundus imaginalis cuyo órgano de percepción propio es el conocimiento imaginativo (2). Está el mundo inteligible de las puras Inteligencias o Almas-Inteligencias, que se designa corrientemente como jabarût, y cuyo órgano de percepción adecuado es la intuición intelectual.

Hay en estas tres categorías de universo un cierto número de relaciones esenciales, de forma que cada universo superior es causa de aquel que es inferior a él, y de modo también que cada universo superior contiene el conjunto de los universos que están por debajo de él, de una manera más sutil y más eminente, de tal forma que, conteniendo y englobando todo, es simultáneamente lo esotérico (bâtin), lo oculto, lo interior, el centro de todos ellos (3). En consecuencia cada ser del molk tiene un malakût que le es particular, lo gobierna y lo rodea, siendo interior a él (es lo “esotérico”), lo mismo que cada ser del malakût, a su vez, tiene un jabarût que lo domina y lo rodea (lo engloba y contiene). En otros términos, cada ser tiene una res divina (amr rabbânî), un Verbo divino que es su propio malakût, su “esotérico”, el Hombre interior, su realidad arquetípica secreta, y que simultáneamente es el Vigilante, el Guardián, como causa que lo contiene y lo engloba. […] Y es esto lo que haría falta saber si se quisiera conocer a un ser humano en su  “forma integral”. Pues estos tres mundos o estas tres categorías del universo se encuentran en el ser humano. Hay jabarût y malakût en el hombre: ahí está el hombre esencial, el hombre verdadero, el hombre interior, de modo que, cuando este hombre se retira de su envoltura del mundo fenoménico, no deja de existir como tal. Captar la realidad del malakût en el hombre, su poder configurador, digamos su poder “ideoplástico”, es captar bajo la iluminación propia de la filosofía chiíta de Qâzî Sa’îd Qommî la forma como obra que incumbe al Espíritu. Y para captarla así tenemos que contemplarla en la dimensión que, para nuestros pensadores, pone al hombre “en su verdad”, su Verdad inalienable, a saber,  su dimensión escatológica.

Allí donde el sociólogo ve hombres que van en procesión alrededor de un templo de piedra (4), nuestros teósofos ven ángeles que van en procesión, de cielo en cielo, alrededor de los templos celestes arquetípicos. Allí donde vemos una asamblea de sabios meditantes, el visionario percibe carros y caballeros de fuego (5), en suma, todo lo que es correspondencia representativa en el mundo espiritual. […] El visionario del malakût tiene la visión de las cosas de este mundo, pero tal como son en el malakût, es decir, tal como los hombres las quieren y las configuran en su realidad secreta, que está cerrada a la percepción sensible, pero abierta a la percepción visionaria. No nos extrañemos, por ejemplo, de la descripción concisa que Swedenborg nos da de un paseo por las calles de Estocolmo tal como esta ciudad existe en el mundus spirituum, es decir, “en su Verdad”, que escapa necesariamente a la percepción sensible y al entendimiento racional, para los cuales no existe más que el ir y el venir de una ciudad en este mundo. Por el contrario, de su aspecto real en el mundo espiritual se deriva un estremecimiento fúnebre: la mayor parte de las casas están cerradas y silenciosas, no se ven luces por las ventanas, pues sus propietarios están espiritualmente muertos.» (6)

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(1) Corbin Henry, Templo y contemplación. Ensayos sobre el Islam iranio, Madrid, Trotta, 1ª ed., 2003.

(2) También llamado Imaginatio vera.

(3) Más adelante comenta Corbin que, según la concepción atribuida a Aristóteles, esta es «la diferencia entre los orbes materiales cuyo centro está rodeado por su periferia, y los orbes espirituales cuyo centro tiene paradójicamente eo ipso la propiedad de ser «lo que rodea» (mohît).

(4) Se refiere a las siete circunvoluciones que los peregrinos realizan en sentido inverso a las agujas del reloj alrededor de la Ka’ba.

(5) La naturaleza “ígnea” de la realidad sutil también es considerada en el Vêdânta, donde se habla del “vehículo ígneo” en referencia a la esencia luminosa de la forma sutil cuya luz es la reflexión individualizada de la Luz inteligible.

(6) Para una breve introducción al pensamiento de Swedenborg, recomiendo la lectura del artículo “La teoría de las correspondencias en Swedenborg” de Máximo Lameiro.

Cuan diferente se me antoja considerar que las cosas de este mundo sólo nos distraen cubriendo con un velo el conocimiento verdadero, de entender que no contemplamos sino el despliegue de las maravillas del Principio que se prodiga para Sí, a través de nuestros ojos, en la abrumadora belleza de todo lo que existe.

«El árbol que mueve algunos a lágrimas de felicidad,
en la mirada de otros no es más que un objeto verde
que se interpone en el camino.
Algunas personas ven la Naturaleza como algo ridículo y  deforme,
pero para ellos no dirijo mi discurso;
y aun algunos pocos no ven en la naturaleza nada en  especial.
Pero para los ojos de la persona de imaginación,
la Naturaleza es imaginación misma.
Así como un hombre es, ve.
Así como el ojo es formado, así es como sus potencias quedan establecidas.”

William Blake.

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Existe una luz, una potencia en el ser humano capaz de mostrarnos la inmensidad del mundo ordinariamente reducido a lo que contemplan nuestros cinco sentidos. Si no logramos que su claridad nos ilumine, aquello que conocemos mantendrá oculto su sentido superior. Sin embargo, este sentido es accesible para aquel que descubre y cultiva el fuego que alumbra las cosas para que muestren su verdad; sobre esta luz y el universo que revela explica Paracelso:

“En la Naturaleza hallamos una luz que nos ilumina como no pueden hacerlo el Sol y la Luna. Porque está hecha de tal modo que sólo a medias vemos a los hombres y a todas las demás criaturas, y por eso tenemos que seguir investigando… No debemos ahogarnos en nuestra labor diaria, porque quien busca, encuentra…Y si seguimos la luz de la Naturaleza resultará que también está ahí la otra mitad del hombre, y que el hombre no está hecho tan solo de carne y sangre, sino también de un cuerpo invisible para nuestro burdo ojo.
La Luna emite una luz, pero a ella no se advierten los colores; pero en cuanto se alza el Sol es posible distinguirlos a todos entre sí. Así pues la Naturaleza tiene una luz que brilla como el Sol; e igual que la luz del Sol respecto a la de la Luna, así la luz de la Naturaleza brilla más allá de la fuerza de los ojos. A su luz se hace visible lo invisible; por ello tened siempre presente que una luz eclipsa a la otra.
Sabed que nuestro mundo y todo lo que vemos y podemos tocar en nuestro entorno son sólo la mitad del Cosmos. Aquel mundo que no vemos es igual al nuestro en peso y medida, en esencia y condición. De donde se sigue que también hay otra mitad del hombre que actúa en ese mundo invisible. Cuando sabemos de la existencia de ambos mundos, entendemos que sólo las dos mitades forman un hombre completo; porque son por así decirlo como dos hombres unidos a un cuerpo.”
(1)

Esta otra parte del Cosmos generalmente oculta, lugar que posee sus océanos y sus islas, sus montañas y sus ciudades, sus infiernos y sus paraísos es el Mundo del Alma, que Henry Corbin en su excelente esfuerzo por rescatarlo para la mentalidad moderna occidental llamó mundus imaginalis, traducción del árabe alam al-mital. Este mundo imaginal (que no imaginario) es el reino intermedio, aquel que pone en contacto la realidad sensible con el mundo de las puras luces espirituales, con la realidad inteligible. Es un lugar que se encuentra fuera de las coordenadas geográficas y del tiempo ordinario, donde se desarrollan los acontecimientos eternos de una historia sagrada ajena a la cronología lineal. Es la Tierra Celeste suprasensible que se muestra ante quien entiende que el mundo físico que le rodea, al igual que los textos sagrados, posee un sentido más allá del inmediato y literal, que puede ser revelado por el alma a sí misma mediante un órgano o facultad de conocimiento que le es propia. Esta facultad es la Imaginatio vera, capaz de iluminar y contemplar el mundo suprasensible, el mundo sutil de luz con el que mantiene una íntima correspondencia, pues ella ocupa en el microcosmos el mismo rango que el reino intermedio ocupa en el macrocosmos. En palabras de Corbin:

“Es una facultad cognoscitiva de pleno derecho. Su función mediadora consiste en darnos a conocer plenamente la parte del Ser que, sin esa mediación, seguiría siendo un mundo prohibido, cuya desaparición supone una catástrofe para el Espíritu y cuyas consecuencias aún no hemos calibrado. Es ante todo una potencia mediana y mediadora, del mismo modo que el universo en el que se integra y al que da acceso es un universo mediano y mediador, un intermundo entre lo sensible y lo inteligible, intermundo sin el cual la articulación entre lo sensible y lo inteligible queda íntegramente bloqueada. Entonces los pseudodilemas se agitan en la sombra porque se les ha cerrado el paso.” (2)
“La idea de esta región intermedia presupone la triple articulación de lo real con el mundo inteligible (Jabârut), el mundo del alma (Malâkut) y el mundo material, tríada a la que corresponde la tríada antropológica espíritu, alma, cuerpo. Desde el momento en que la antropología filosófica lo redujo a una díada, alma y cuerpo, o si se prefiere espíritu y cuerpo, se ha acabado con la función noética, cognitiva de los símbolos […] Es entonces el inmenso mundo de la Imaginación, en sentido propio el mundo del Alma, el que, identificado con lo imaginario, con lo irreal, está abocado a la decadencia.” (3)

La Imaginatio vera es la visión que epifaniza el mundo, pues todo lo que se presenta ante ella es una imagen, una forma bajo la que el alma viste para sí misma las realidades del mundo inteligible (cognoscibles de forma directa tan sólo por la intuición intelectual) y por eso mismo es un mundo formado y poblado por símbolos. Los símbolos, según nos explica Corbin, no son signos artificialmente construidos, sino que “afloran espontáneamente en el alma para anunciar algo que no puede expresarse de otra forma, es la única expresión de lo simbolizado como realidad que se hace transparente al alma, pero en sí misma trasciende toda expresión.” (4)
“El símbolo garantiza la correspondencia de dos universos que están en niveles ontológicos distintos: es el medio, el único medio de penetración en lo invisible, en el mundo del misterio, en lo esotérico.” (5)

El reino intermedio es el lugar donde toman forma las realidades del Espíritu, pues se visten con los ropajes del símbolo anunciando al alma lo que hay más allá de sí misma.

Para aquel que alumbra la Tierra Celeste, aquel que penetra en el mundo imaginal con la firme voluntad de encontrar en él lo más excelso, el viaje no ha hecho más que comenzar. Allí partirá a través de pruebas y peligros en busca del lugar oculto, la cima de la montaña cósmica, el polo místico que supone el umbral del más allá y medio necesario para reunir el espíritu y la materia, en un peregrinaje hasta el corazón de sí mismo y del mundo donde hallará a quien será su Guía de luz, su ángel y cuerda de oro. Este es el Rayo celeste que lo conecta directamente con el cielo; pero para reencontrarlo, para lograr que descienda hasta nosotros la Luz de Gracia, será necesario partir en su busca.

(1) Paracelso, Textos esenciales, Madrid, Siruela, 2a ed., 2001

(2) Corbin, Henry, Cuerpo espiritual y Tierra celeste, Madrid, Siruela, 2a ed., 2006

(3) y (5)  Corbin, Henry, El Imam oculto, Madrid, Losada, 1a ed., 2005

(4) citado en: Arola, Raimon, Alquimia y religión. Los símbolos herméticos del siglo XVII, Madrid, Siruela, 1a ed., 2008

Busca la llave de oro; con ella abrirás la verja del jardín del misterio, la que se encuentra oculta tras la espinosa rosaleda; tendrás que adentrarte en la oscuridad, mas no temas; allí encontrarás un quiosco sobre un montículo rodeado de estatuas de ángeles, musas y dioses, y en su centro verás que un pedestal sostiene una lámpara. Entonces sabrás que la luz de su fuego es la que buscas, pues hará que sobre el espejo se refleje lo invisible y que los símbolos, acallados por el sopor del olvido, te susurren al oído su verdad.

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